Si están aquí, queridos insensatos, es porque la vida les ha traído hasta el rincón de la historia donde reside el arte que nació para negar todo arte. En 1916, en una taberna suiza que seguramente olía a absenta y desesperación, el Cabaret Voltaire vio nacer al Dadá. No fue un movimiento, no fue una escuela; fue una bofetada. Una reunión de espíritus extraviados, como sólo puede convocar el estruendo de una guerra mundial, decidió que la lógica, la razón y las normas eran la causa de tanto desastre. Y se rindieron al absurdo, a la provocación, a la belleza que emerge del caos. Desde entonces, la palabra «vanguardia» arrastra un eco de ruptura, de insubordinación, de un impulso suicida por inventar un mundo nuevo en medio de las ruinas del viejo. Qué afortunados ustedes, que no están en 1916 pero que quizás, esta noche, quieran brindar por lo absurdo, como aquellos locos gloriosos.
Si las vanguardias pudieran hablar, lo harían con una voz entre lo profético y lo insolente, entre lo visionario y lo perturbador. Siempre han sido así: un golpe contra la inercia del tiempo. Enfrentarse a algo que se llama «vanguardia» no es tarea fácil: ¿de qué manera podemos, en este preciso momento de la historia, romper con lo que ya ha sido, con lo que se nos ha impuesto como inevitable? Y cada vez, la respuesta llega del mismo lugar: de quienes se atreven.
Este es el espíritu que anima la edición especial de Jot Down #49 dedicada a las vanguardias. Y es precisamente lo que hace que, en este fin de año, merezca ser el regalo que descansa bajo el árbol, en el centro de la celebración navideña. Porque en cada una de sus páginas se encuentra un manifiesto implícito: no dejarnos engullir por la comodidad de lo conocido, sino aventurarnos a pensar, a crear, a experimentar.