Hace tiempo que el de Nick Waterhouse es un nombre respetado en el ámbito de la música soul. Y la culpa de eso la tiene exclusivamente él. Con sus canciones, el de Los Ángeles ha sabido encontrar su nicho de público en la reivindicación de un género que protagonizó un momento de subidón en las décadas de 2000 y principios de la de 2010, para que luego solo sobrevivieran los que realmente merecían la pena. Y Waterhouse es uno de ellos. El problema es que esas canciones de las que hablaba son precisamente lo que más falla en su nuevo disco que, sin ser un mal trabajo, muestra algunas carencias.
Hablemos primero de sonido. Nick se ha tirado esta vez hacia parámetros sonoros más cercanos a los crooners de los años 50 y 60, algo que a servidor mucha gracia, para qué engañarnos, no le hace. Buena parte de ello viene dado por la producción de un Paul Butler, productor entre otros de Michael Kiwanuka, que en mi opinión quita fuerza a Waterhouse. Quizá el problema sea tener una dirección definida tan clara y querer sonar de una manera muy determinada, y no como piden las canciones.
Y ahora vamos a ellas. No hay duda de que los temas transmiten la elegancia de siempre, la melancolía de siempre, la seducción de siempre. Pero les falta la magia ¿Dónde está el single? ¿Dónde está la emoción desenfrenada? Simplemente, no está. Por eso, por muy buena que sea la producción, y por excelentemente que esté mezclado el álbum (algo a destacar sin duda), no acaba de calar como otras obras de Waterhouse. Quizá no tengan esa impresión cuando escuchen el tema inicial, Place names, puede que lo mejor del disco, pero a menudo que avancen notarán que algo les falla. Y que sean las canciones es algo casi imperdonable. Aunque vamos Nick, como eres tú, por esta vez te lo pasamos.
Eduardo Izquierdo. Mondosonoro